Pensamiento 50. Sobre consejeros y directivos, 20.
Cuarto pecado capital: La pereza intelectual y el conformismo respecto al
statu quo.
Es frecuente
definir al directivo como “un hombre de acción”. (O mujer, que no quiero herir
susceptibilidades ni enfrentarme innecesariamente al rebaño de los
políticamente correctos). Hasta tal punto que a muchos no les queda tiempo para
lo más importante, para pensar. Ni para aprender.
Un directivo debe
ver más, más lejos y antes que los demás si quiere cumplir con su misión de
dirigir. Tanto en el ámbito de la operatividad como en el de la gestión de la
pequeña sociedad sobre la que tiene responsabilidad.
Eso supone
cuestionar permanentemente las aparentes evidencias, los modos de proceder, las
referencias habituales…
La pereza
intelectual consiste en asumir acríticamente los estereotipos, los tópicos, las
evidencias fáciles, las ideas comúnmente aceptadas…, por la razón de que todos
piensan o actúan así. Eso lleva a repetir clichés de comportamiento, a la
confusión de causas y efectos, a no buscar soluciones o vías originales, a no
salirse de las sendas trilladas, al conformismo respecto al statu quo, a
cerrarse al aprendizaje… todo lo cual es contrario a la esencia de la empresa,
al proyecto orientado al valor, y a la creación de riqueza.
Son muchas las
calamidades originadas por la pereza intelectual y el conformismo. De entre las
numerosas que se producen retomaré sólo tres recogidas ya en pensamientos
anteriores:
-
La
convicción de que la recuperación de la competitividad y de la productividad se
produce por la vía del denominador, reduciendo costes y especialmente los “de
personal”. La pereza intelectual subyacente a esta idea ha conducido a la
miseria a muchas familias, a la mediocridad (aunque a veces parezca “áurea”) a
las empresas, y al empobrecimiento del país.
-
El
desconocimiento de qué es el valor aportado por los trabajadores y de cómo medirlo
para gestionarlo. La pereza intelectual que permite e incluso justifica esta
ignorancia conduce al inmenso
despilfarro económico y humano ya visto en anteriores pensamientos.
-
El
rechazo a pagar a cada persona en función del valor que aporta realmente a la
empresa con la excusa de los problemas que eso crearía.
Estas tres
convicciones, especialmente las dos últimas, parecen inexpugnables. Todos los
directivos que conozco, y todos es todos, reconocen que son problemas que
“habría que abordar”, pero ninguno osa ponerse a ello: la pereza intelectual y
la comodidad asociada son más fuertes que su sentido de la responsabilidad. Y
las recetas que se ofrecen desde RRHH, incluidas las supuestamente más
avanzadas, no son sino parches que eluden la esencia del problema.
La virtud contraria
a este pecado, lo que marca la excelencia, es la diligencia intelectual, la
gallardía de criticar o al menos cuestionar el pensamiento dominante, la osadía
de ir más allá de las aparentes evidencias y de las referencias habituales, de
tener criterio propio, de dar prioridad al razonamiento frente al estereotipo,
de no quedarse satisfecho con repetir los términos de la moda del momento sin
profundizar en su sentido…
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