Pensamiento 51. Sobre consejeros y directivos, 21.
Quinto pecado capital: La instalación en la empresa.
Es habitual que, cuando
un empleado, sea o no directivo pero especialmente si lo es, se incorpora a una
empresa, confronte la realidad que encuentra en ella con sus propias capacidades,
conocimientos y aspiraciones. Con la
información obtenida, se esfuerza por mejorar lo que encuentra, marcar su
impronta, y ser reconocido como “alguien”, aportando para ello lo mejor de que
es capaz. Hace de la mejora o transformación de la parte de la empresa sobre la
que es responsable, su propio desafío personal. Entonces sus aspiraciones, conocimientos,
energía y capacidades se convierten en el dinamismo con el que la empresa creará
riqueza y obtendrá beneficios.
Cuando el tiempo
pasa, es frecuente que se produzca una tendencia al equilibrio semejante al de
la segunda ley de la termodinámica. El directivo se acostumbra a su entorno, él
mismo pasa a formar parte del paisaje, conoce las miserias de la empresa y es
posible que forme parte de ellas… Entonces troca el desafío por la rutina, sus
aspiraciones por la comodidad, en lugar de identificarse con la empresa
identifica a la empresa con él, hace coincidir los objetivos de ésta con sus
propios intereses, y acaba construyéndose un puesto a la medida de su comodidad
y planteándose desafíos de opereta. Es decir, se convierte en un directivo
instalado en la empresa y deja de ser una fuente de dinamismo para ella. Deviene
mediocre y conduce a la empresa a la mediocridad.
No es fácil que los
directivos reconozcan haber llegado a este estado, tanto más cuanto que tienen
la posibilidad de disfrazar la nueva realidad con términos grandilocuentes como
fidelidad a la empresa, conocimiento de lo que debe hacerse, seguimiento de los
procedimientos establecidos, experiencia, evitación de riesgos, ortodoxia y
bien hacer…
Son muchos los
síntomas de que probablemente se está produciendo esta acomodación: cuando los
directivos llevan mucho tiempo en el mismo puesto; cuando la empresa no crece;
cuando no innova sino que se conforma con la mejora; cuando no entra en
mercados desconocidos; cuando, a las propuestas novedosas que surgen dentro de
la empresa o vienen de fuera, por ejemplo de consultores, la respuesta habitual
es que “no es el momento”…
Esta tendencia
“natural” a la acomodación se produce cuando los accionistas y los consejeros
no son suficientemente exigentes. Una alta exigencia a los directivos es la
mejor aportación de valor que pueden hacer los accionistas, pero la observación
de la realidad muestra que la mayoría de ellos son extraordinariamente
complacientes con la instalación de sus directivos en la mediocridad.
La virtud contraria
a este pecado, lo que marca la excelencia, es la inquietud profesional, la
búsqueda de desafíos realmente nuevos lindantes con lo utópico, el sentirse
insatisfecho con lo establecido, el ser incómodo para los jefes conservadores…
o el abandonar la empresa cuando ésta deja de plantearse retos a su altura y
cuando su proyecto no se orienta al valor sino que se centra en el beneficio.
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