miércoles, 13 de abril de 2016

Pensamiento 47. Sobre consejeros y directivos, 17. Primer pecado capital: El miedo al otro.
Del mismo modo que sucedía con el primer mandamiento (recuerda el pensamiento 27), este primer vicio es el más capital de todos. De manera brillante lo intuía José María Gallego en su último comentario.
El miedo al otro es uno de los temores más arraigados en el ser humano. Lo trata la filosofía, la psicología, la literatura, el teatro, el cine… y todos lo hemos experimentado en múltiples ocasiones. Es algo profundamente enraizado en nuestra naturaleza. Abrirse al otro es, entre otras cosas, exponerse a) a ser rechazado, b) a que se conozcan nuestras miserias, y c) a encontrarnos con realidades, ideas, enfoques o planteamientos vitales que pueden llevarnos a cuestionar los nuestros. Todo lo cual horroriza a la mayoría de nosotros.
La cultura ha ido creando multitud de fórmulas de cortesía, urbanidad, buenas maneras, pequeñas mentiras de corrección política… que rigen nuestro comportamiento habitual. Permiten cohabitar con los demás sin abrirse a ellos, mantener un trato aséptico que preserva la intimidad de todos.
También ha creado las estadísticas, que permiten contemplar la realidad humana ignorando a los seres humanos concretos, con sus miserias, sus aspiraciones, sus sufrimientos y gozos… Y como cada día se publican tantas, siempre encontraremos alguna cuyas cifras “justificarán” nuestra posición por aberrante que sea y nos permitirán vivir junto al otro ignorándolo en su realidad concreta e incluso manteniendo una supuesta superioridad intelectual frente a él.
Las organizaciones son pequeñas sociedades en las que la relación interpersonal es prolongada e intensa. Eso las hace especialmente proclives a la aparición del miedo al otro y en consecuencia han desarrollado una mayor protección frente a él.
De entre las estructuras y mecanismos que configuran las organizaciones, la jerarquía, los roles formales y la parcelación de las responsabilidades son las fórmulas que más nos permiten conjurar el miedo al otro y hacer de él un extraño con el que convivimos muchas horas todos los días.
Estos parapetos resultan útiles para muchas personas. De hecho son muchos los directivos que aprovechan la jerarquía, los roles formales y la parcelación de responsabilidades para evitar una relación “persona a persona” con los demás. Lo hacen tanto más cuanto mayor sea su inseguridad frente al otro: en la literatura psicológica es un clásico que el autoritarismo está vinculado a la inseguridad personal, y el autoritarismo no es sino un abuso de la posición jerárquica.
Sin embargo, protegerse frente al otro de este modo es inaceptable para cualquier directivo con una mínima ambición de excelencia, por una simple cuestión de eficiencia. Ignorar al otro concreto supone ignorar, en el doble sentido de desconocer y despreciar, su dinamismo, sus aspiraciones, sus deseos de superación, sus mejores capacidades y conocimientos: toda la energía humana gracias a la cual la empresa podrá conseguir sus resultados y sin la cual nunca saldrá de la mediocridad.
Dirigir personas de la forma virtuosa expuesta en los diez mandamientos exige abrirse a los otros sin temor: mirarles a los ojos con sinceridad, relacionarse y comunicar con ellos, conocerlos y hacerse conocer, guiarlas, ayudarles, exigirles, decirles verdades a veces desagradables, escucharles con interés…

La apertura sincera al otro es la virtud contraria a este pecado capital y en ella consiste la excelencia directiva.

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